UNA
HISTORIA MUY PERSONAL DE LOS MUNDIALES DE FÚTBOL
El primer día que fui feliz en este
mundo fue ese domingo de 1970 que vi saltar a Pelé después de hacer el primer
gol contra Italia en la final del mundial de México. Lo vi en blanco y negro,
en un televisor marca Inelec, que ya no existe, que más parecía un mueble para guardar copas y platos, tanto que con el tiempo mi madre le puso
encima un florero y dos candelabros. Como a mi padre no le gustaba el fútbol
tuvimos que rogarle casi durante un mes para que comprara el televisor hasta
que el camión lo trajo justo unas pocas horas antes de que comenzara la final.
A partir de ese día me volví el hincha
número uno de los mundiales de fútbol y puedo decir sin temor al ridículo que
mi vida Ha girado en torno a ese evento que enajena mi voluntad y mis sueños
cada cuatro años. Claro, me hice hincha de Brasil, del Brasil de Pelé, Rivelino,
Tostao y Jairzinho, por el simple hecho de que Colombia había ido a un mundial
cuando yo no había nacido, en Chile, en 1962 y no volvería a ir sino hasta junio
de 1990. Pero apenas estamos en 1970. En esa época, los niños eran hinchas de
Brasil, como hoy lo son del Barcelona o del Real Madrid. Los carros de moda
eran los Simca engallados y los rendidores Renault 4. Soacha era un pueblo y
Bogotá no tenía comunas ni trancones ni centros comerciales. Pacheco era el
galán de la televisión y Amparo Grisales ya salía en novelones que paralizaban
los hogares a las 9 de la noche.
El siguiente mundial, en Alemania 1974,
fue como una patada en el estómago. Brasil no llego ni siquiera a la final. La
selección que jugó el mejor fútbol fue Holanda, por eso la llamaron La Naranja
Mecánica, pero perdió la final ante la potencia y la efectividad de los
alemanes. Fue un mundial sin pena ni gloria, o con más pena, porque Pelé ya no
volvería a ser la estrella planetaria y Maradona debería estar apenas gateando.
El mundial de 1978 fue muy cerca de acá, en Argentina. Un mundial raro, con
partidos sin sol, en pleno invierno austral. Colombia había sido eliminada de
nuevo, luego de batallas campales contra Uruguay y Paraguay y con la mano negra
de los árbitros. Willington Ortiz, Ernesto Díaz, Pedro Zape, Henry Caicedo,
Oswaldo Calero y muchos más, la generación más importante de futbolistas de
nuestro país, se perdía un mundial y su pasaporte a la gloria, una generación
de futbolistas iguales o mejores que los de 1990, que ahora vemos en la serie
de Caracol TV. Como mero dato anecdótico vale la pena recordar que Argentina
fue campeón. Se dijo que la Junta Militar que gobernaba ese país había
presionado a los jugadores peruanos que se dejaron golear 6 a 0 para eliminar a
los brasileños y dejarle el terreno libre a los de casa.
Volviendo al cuento del televisor,
creo que fue en 1982 cuando vi por primera vez un mundial en colores. Era un
televisor de pantalla pequeña, con un marco plateado y con un inmenso estómago
lleno de tubos, nada parecido a los de pantalla plana de hoy. El mundial fue en
España, una verdadera fiesta con naranjito de mascota, los estadios repletos y
los jugadores extenuados bajo el sol de verano. Otra vez Colombia por fuera,
Brasil eliminado por una gris y efectiva Italia comandada por Paolo Rossi. Ese
fue el momento más bajo de mi pasión por el fútbol. Para colmo de males el siguiente
mundial, el de 1986 lo debía organizar Colombia, pero un presidente cuyo nombre
no quiero mencionar aquí, pero de apellido Betancourt, se echó para atrás y
dijo que con esos millones de dólares iba a construir el metro de Bogotá, el
tren de cercanías de la sabana, el acueducto de Quibdó, 300 escuelas, 200
hospitales, 40 mil kilómetros de carreteras. ¿Les parece conocido el cuento? El
mundial se lo dieron a México, que lo realizó, a pesar de haber soportado uno de
los peores terremotos de su historia. México no se rajó. Colombia había sido
eliminada tras una batalla campal con uruguayos y paraguayos y por la mano
negra de los árbitros. ¿Les parece conocido el cuento? Ese hubiera podido haber
sido un mundial tan aburrido como los anteriores de no haber sido por Maradona,
por sus gambetas, sus jugadas, sus tiros libres y su mano. Sí, el ídolo más
grande de los argentinos, al que muchos de ellos llaman, despelotadamente Dios,
metió un gol con la mano, infringiendo una de las reglas básicas de un deporte
que se juega con los pies y el árbitro no lo vio. Como dato anecdótico,
Argentina, fue campeón. No me pregunten como era la alineación de Argentina,
ese dato lo sabe el Doctor Hernán Peláez. Para mí eran Maradona y diez más… y
la mano de… Maradona.
El siguiente mundial merece comentario
aparte. Fue en Italia 1990. Fue el último mundial que viví en vacaciones de
universidad con novias y amigos a bordo, el último abrazo feliz con mi padre. Los
años de la arrogancia juvenil y la rumba. Colombia había clasificado luego de
una brillante serie eliminatoria. Nuestro fútbol volvía a un mundial luego de
28 años, Obvio, más allá de la bonanza de dólares traquetos de nuestro fútbol
hay que reconocer que los nuestros eran unos señores jugadores de fútbol, como
lo demostraron en aquel inolvidable empate contra Alemania, con un golazo en el
último minuto, luego de una trenza de Fajardo, Leonel, El Pibe y el remate de un
Freddy Rincón, inmenso, como dice los pelados de hoy. Era un país diferente. El Renault 4 ya era una
especie en vías de extinción. Los carros de moda eran las camionetas tipo
burbuja, por obvias razones. Las ciudades se llenaban de Centros Comerciales y
de trancones. La única ciudad con metro era Medellín. En la televisión ya
empezaba a arrumar a Pacheco, Amparo Grisales seguía haciendo de adolescente
gracias a sus fórmulas mágicas de eterna juventud que solo le funcionan a ella
y William Vinazco ya decía por encima del palo de mango y pica de rapidez y le lanzó el bolígrafo a la
cámara el día que Higuita y Perea le regalaron un gol a Roller Milla, con el
que Camerún nos sacó del mundial. Como dato anecdótico, Alemania fue campeón.
Pero eso ya no importaba. Lo más importante había sido descubrir cómo se puede
pasar de la alegría a la piedra, en tres días, en un mundial de fútbol, cuando
uno ama Colombia por encima de todas las cosas. Por encima de sus traquetos, de
sus presidentes agalludos.
Pero ahí no para el cuento. En 1994,
el mundial fue acá arriba, en Estados Unidos. Nos creímos el cuento de Pelé,
que ya no jugaba sino que decía cualquier barbaridad, de que íbamos a hacer
campeones mundiales. Todo terminó en una tragedia nacional. El vil asesinato de
Andrés Escobar uno de los mejores jugadores nacionales. A partir de ese
mundial el fútbol empezó a saberme a
feo.
En el mundial de 1998 la misma
historia. Colombia fue eliminada tras un papelón. A partir de ese año vinieron
las ocupaciones, las responsabilidades y el trabajo. Ya el mundial no era
sinónimo de vacaciones, había que volarse de la oficina para verlo en la
cafetería de la esquina o en la pantalla gigante de un centro comercial o escucharlo
en un radio portátil de pilas. Colombia se fue al foso del olvido. Pasaron los
mundiales del 2002, 2006 y 2010 sin que la selección pudiera clasificar. Creo
que fueron campeones Brasil, Italia y España, pero poco me importaba ya. Habían
pasado los años en que podía ser hincha de cualquiera. Ahora los mundiales eran
agridulces. Un mundial sin Colombia no era mundial.
2014, un año como para película de
ciencia ficción. Se habla de cambio climático, de diversidad sexual. El mundo
ya no es el mismo que cantaba los goles de Pelé y ni siquiera el que se
alegraba porque Maradona le anotaba un gol con la mano a los ingleses, como
revancha porque estos le habían quitado las Islas Malvinas a Argentina. El
mundo de hoy es cibernético, informático, portátil. Los adultos nos la pasamos
pegados a una pantalla, a un teclado y los jóvenes se la pasan pegados a los
controles del Play Station o del Smartphone, chateando, facebookiando,
wasapeando. Como dijo un sabio de las comunicaciones, el mundo es una aldea
global. Lady Gaga se vomita en un escenario y publica al instante la foto en su Twitter para sus millones de seguidores. Un mundial con Colombia si es mundial.
Alguien dijo por ahí, creo que fue Jorge Valdano, el arquitecto del Real Madrid
galáctico, que el fútbol es lo más importante de lo menos importante. Millones
de aficionados le diríamos, un mundial lo es todo, una guerra simbólica donde
los suramericanos nos damos el lujo de derrotar a los europeos, un negocio
global en donde las ganancias se las lleva la Fifa.
Pacheco y García Márquez están
muertos. Amparo Grisales sigue…con su crema…que solo…William Vinazco cambió de
cadena pero volverá a narrar los partidos por encima del palo de mango. Los
presidentes siguen siendo….y los ex presidentes…El cuento ya no lo sabemos. Este
mundial ya no solo lo podremos ver en un televisor de pantalla, en la casa o
del bar, sino en un Smartphone, por Wi Fi, en Transmilenio, aunque el alcalde (¿cuál?)
dijo que era mejor no sacar el teléfono en la calle, el mismo que nos prometió tranvía,
metro y…Ya no más, no más cuentos. Lo único que nos queda es Teo, Bacca, James,
Cuadrado. El fútbol es lo más importante de lo menos importante. Pero un
mundial es lo único importante para los que nacimos con Pelé, crecimos con
Maradona…
Publicado en la revista MASQVER junio de 2014
Foto tomada de la web de http://www.fcf.com.co/
Excelente artículo, pero espero que lo de “Colombia había sido eliminada tras una batalla campal con uruguayos y paraguayos y por la mano negra de los árbitros. ¿Les parece conocido el cuento?” no sea una premonición.
ResponderEliminarHéctorM.
Ojalá no. Han pasado muchos años
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