viernes, 27 de junio de 2014

UNA HISTORIA MUY PERSONAL DE LOS MUNDIALES DE FÚTBOL

El primer día que fui feliz en este mundo fue ese domingo de 1970 que vi saltar a Pelé después de hacer el primer gol contra Italia en la final del mundial de México. Lo vi en blanco y negro, en un televisor marca Inelec, que ya no existe, que más parecía un mueble para guardar copas y platos, tanto que con el tiempo mi madre le puso encima un florero y dos candelabros. Como a mi padre no le gustaba el fútbol tuvimos que rogarle casi durante un mes para que comprara el televisor hasta que el camión lo trajo justo unas pocas horas antes de que comenzara la final.

A partir de ese día me volví el hincha número uno de los mundiales de fútbol y puedo decir sin temor al ridículo que mi vida Ha girado en torno a ese evento que enajena mi voluntad y mis sueños cada cuatro años. Claro, me hice hincha de Brasil, del Brasil de Pelé, Rivelino, Tostao y Jairzinho, por el simple hecho de que Colombia había ido a un mundial cuando yo no había nacido, en Chile, en 1962 y no volvería a ir sino hasta junio de 1990. Pero apenas estamos en 1970. En esa época, los niños eran hinchas de Brasil, como hoy lo son del Barcelona o del Real Madrid. Los carros de moda eran los Simca engallados y los rendidores Renault 4. Soacha era un pueblo y Bogotá no tenía comunas ni trancones ni centros comerciales. Pacheco era el galán de la televisión y Amparo Grisales ya salía en novelones que paralizaban los hogares a las 9 de la noche.

El siguiente mundial, en Alemania 1974, fue como una patada en el estómago. Brasil no llego ni siquiera a la final. La selección que jugó el mejor fútbol fue Holanda, por eso la llamaron La Naranja Mecánica, pero perdió la final ante la potencia y la efectividad de los alemanes. Fue un mundial sin pena ni gloria, o con más pena, porque Pelé ya no volvería a ser la estrella planetaria y Maradona debería estar apenas gateando. El mundial de 1978 fue muy cerca de acá, en Argentina. Un mundial raro, con partidos sin sol, en pleno invierno austral. Colombia había sido eliminada de nuevo, luego de batallas campales contra Uruguay y Paraguay y con la mano negra de los árbitros. Willington Ortiz, Ernesto Díaz, Pedro Zape, Henry Caicedo, Oswaldo Calero y muchos más, la generación más importante de futbolistas de nuestro país, se perdía un mundial y su pasaporte a la gloria, una generación de futbolistas iguales o mejores que los de 1990, que ahora vemos en la serie de Caracol TV. Como mero dato anecdótico vale la pena recordar que Argentina fue campeón. Se dijo que la Junta Militar que gobernaba ese país había presionado a los jugadores peruanos que se dejaron golear 6 a 0 para eliminar a los brasileños y dejarle el terreno libre a los de casa.

Volviendo al cuento del televisor, creo que fue en 1982 cuando vi por primera vez un mundial en colores. Era un televisor de pantalla pequeña, con un marco plateado y con un inmenso estómago lleno de tubos, nada parecido a los de pantalla plana de hoy. El mundial fue en España, una verdadera fiesta con naranjito de mascota, los estadios repletos y los jugadores extenuados bajo el sol de verano. Otra vez Colombia por fuera, Brasil eliminado por una gris y efectiva Italia comandada por Paolo Rossi. Ese fue el momento más bajo de mi pasión por el fútbol. Para colmo de males el siguiente mundial, el de 1986 lo debía organizar Colombia, pero un presidente cuyo nombre no quiero mencionar aquí, pero de apellido Betancourt, se echó para atrás y dijo que con esos millones de dólares iba a construir el metro de Bogotá, el tren de cercanías de la sabana, el acueducto de Quibdó, 300 escuelas, 200 hospitales, 40 mil kilómetros de carreteras. ¿Les parece conocido el cuento? El mundial se lo dieron a México, que lo realizó, a pesar de haber soportado uno de los peores terremotos de su historia. México no se rajó. Colombia había sido eliminada tras una batalla campal con uruguayos y paraguayos y por la mano negra de los árbitros. ¿Les parece conocido el cuento? Ese hubiera podido haber sido un mundial tan aburrido como los anteriores de no haber sido por Maradona, por sus gambetas, sus jugadas, sus tiros libres y su mano. Sí, el ídolo más grande de los argentinos, al que muchos de ellos llaman, despelotadamente Dios, metió un gol con la mano, infringiendo una de las reglas básicas de un deporte que se juega con los pies y el árbitro no lo vio. Como dato anecdótico, Argentina, fue campeón. No me pregunten como era la alineación de Argentina, ese dato lo sabe el Doctor Hernán Peláez. Para mí eran Maradona y diez más… y la mano de… Maradona.

El siguiente mundial merece comentario aparte. Fue en Italia 1990. Fue el último mundial que viví en vacaciones de universidad con novias y amigos a bordo, el último abrazo feliz con mi padre. Los años de la arrogancia juvenil y la rumba. Colombia había clasificado luego de una brillante serie eliminatoria. Nuestro fútbol volvía a un mundial luego de 28 años, Obvio, más allá de la bonanza de dólares traquetos de nuestro fútbol hay que reconocer que los nuestros eran unos señores jugadores de fútbol, como lo demostraron en aquel inolvidable empate contra Alemania, con un golazo en el último minuto, luego de una trenza de Fajardo, Leonel, El Pibe y el remate de un Freddy Rincón, inmenso, como dice los pelados de hoy.  Era un país diferente. El Renault 4 ya era una especie en vías de extinción. Los carros de moda eran las camionetas tipo burbuja, por obvias razones. Las ciudades se llenaban de Centros Comerciales y de trancones. La única ciudad con metro era Medellín. En la televisión ya empezaba a arrumar a Pacheco, Amparo Grisales seguía haciendo de adolescente gracias a sus fórmulas mágicas de eterna juventud que solo le funcionan a ella y William Vinazco ya decía por encima del palo de mango  y pica de rapidez y le lanzó el bolígrafo a la cámara el día que Higuita y Perea le regalaron un gol a Roller Milla, con el que Camerún nos sacó del mundial. Como dato anecdótico, Alemania fue campeón. Pero eso ya no importaba. Lo más importante había sido descubrir cómo se puede pasar de la alegría a la piedra, en tres días, en un mundial de fútbol, cuando uno ama Colombia por encima de todas las cosas. Por encima de sus traquetos, de sus presidentes agalludos.

Pero ahí no para el cuento. En 1994, el mundial fue acá arriba, en Estados Unidos. Nos creímos el cuento de Pelé, que ya no jugaba sino que decía cualquier barbaridad, de que íbamos a hacer campeones mundiales. Todo terminó en una tragedia nacional. El vil asesinato de Andrés Escobar uno de los mejores jugadores nacionales. A partir de ese mundial  el fútbol empezó a saberme a feo.

En el mundial de 1998 la misma historia. Colombia fue eliminada tras un papelón. A partir de ese año vinieron las ocupaciones, las responsabilidades y el trabajo. Ya el mundial no era sinónimo de vacaciones, había que volarse de la oficina para verlo en la cafetería de la esquina o en la pantalla gigante de un centro comercial o escucharlo en un radio portátil de pilas. Colombia se fue al foso del olvido. Pasaron los mundiales del 2002, 2006 y 2010 sin que la selección pudiera clasificar. Creo que fueron campeones Brasil, Italia y España, pero poco me importaba ya. Habían pasado los años en que podía ser hincha de cualquiera. Ahora los mundiales eran agridulces. Un mundial sin Colombia no era mundial.

2014, un año como para película de ciencia ficción. Se habla de cambio climático, de diversidad sexual. El mundo ya no es el mismo que cantaba los goles de Pelé y ni siquiera el que se alegraba porque Maradona le anotaba un gol con la mano a los ingleses, como revancha porque estos le habían quitado las Islas Malvinas a Argentina. El mundo de hoy es cibernético, informático, portátil. Los adultos nos la pasamos pegados a una pantalla, a un teclado y los jóvenes se la pasan pegados a los controles del Play Station o del Smartphone, chateando, facebookiando, wasapeando. Como dijo un sabio de las comunicaciones, el mundo es una aldea global. Lady Gaga se vomita en un escenario y publica al instante la foto en su Twitter para sus millones de seguidores. Un mundial con Colombia si es mundial. Alguien dijo por ahí, creo que fue Jorge Valdano, el arquitecto del Real Madrid galáctico, que el fútbol es lo más importante de lo menos importante. Millones de aficionados le diríamos, un mundial lo es todo, una guerra simbólica donde los suramericanos nos damos el lujo de derrotar a los europeos, un negocio global en donde las ganancias se las lleva la Fifa.

Pacheco y García Márquez están muertos. Amparo Grisales sigue…con su crema…que solo…William Vinazco cambió de cadena pero volverá a narrar los partidos por encima del palo de mango. Los presidentes siguen siendo….y los ex presidentes…El cuento ya no lo sabemos. Este mundial ya no solo lo podremos ver en un televisor de pantalla, en la casa o del bar, sino en un Smartphone, por Wi Fi, en Transmilenio, aunque el alcalde (¿cuál?) dijo que era mejor no sacar el teléfono en la calle, el mismo que nos prometió tranvía, metro y…Ya no más, no más cuentos. Lo único que nos queda es Teo, Bacca, James, Cuadrado. El fútbol es lo más importante de lo menos importante. Pero un mundial es lo único importante para los que nacimos con Pelé, crecimos con Maradona…

Publicado en la revista MASQVER junio de 2014


Foto tomada de la web de http://www.fcf.com.co/ 

miércoles, 18 de junio de 2014

1978



Te despiertas sabiendo que por fin el día ha llegado. Digo te despiertas, pero debería más bien decir, te levantas de la cama, porque apenas si has podido dormir. Las horas se ten han ido imaginando quién va a hacer el primer gol; si va a ser un cabezazo, un tiro libre, o un balón que alguien rescata al borde del área. Sin quererlo, también has imaginado catástrofes, temores de perder el título que reaparecen a cada instante sin que nadie los llame. Pesadillas insidiosas que tratas de ahuyentar, imaginando qué sentirás en el momento preciso en que el árbitro levante las manos y señale el centro del campo. Saltarás como loco en la tribuna, te abrazarás con desconocidos, te apretarán contra la malla, saltarás la barrera policial y te meterás a la cancha. No lo sabes. Pensarás en la vieja que estará escuchando el partido o en tu viejo que odia el fútbol pero que te regaló la camiseta. Creerás que tienes novia, que está a tu lado, que te abraza, y luego dará contigo la vuelta olímpica y te acompañará a la caravana triunfal por toda la Séptima. O sabrás que 1978 es un año para llevar en la memoria. Un año en el que te estrellaste contra el mundo, en el que acabaste de darte cuenta de que no vivías en Disneylandia y que tu familia no era la familia Ingalls. El año de los goles de Kempes en el mundial. El de los pajazos. De enamorarse de mujeres que no existen, de actrices que ves en las películas, María Schneider, Nastassja Kinski, Diane Keaton, Ángela Molina. De mirar pasar a las vecinas sin decirles nada, pero queriendo comérselas a todas, de escribir ridículos poemas en clase a las compañeras de los cursos superiores, o del nocturno, las que según tus compinches, ya han comido de sal y ya saben por dónde. 1978. La vida se llena de cosas que no entiendes. ¿Qué putas quiere decir esto?, te preguntas a cada momento. Y para completar, Millos se la pasa todo el año en los últimos lugares de la tabla y al final entra de chepa a los cuadrangulares y de ahí en adelante todo empieza a marchar. El domingo pasado has escuchado en la radio el partido que jugó contra el Deportivo Cali en el Pascual Guerrero. Jugar en Cali siempre ha sido un infierno. ¿Qué puede imaginar uno cuando tiene que enfrentar al subcampeón de la Copa Libertadores de América en su estadio? Repasas la alineación y te quedas mudo. Que banda tienen, y la dirige Carlos Salvador Bilardo; sus equipos son impenetrables, desquiciantes, traicioneros, acribillan en el momento menos pensado. Te pones a escuchar el partido sabiendo que es un acto absurdo, que el único sentido que tiene es saber en qué momento el Cali va a anotar el primero, y lo anota, antes del final del primer tiempo, y los locutores caleños se orinan de la felicidad y al fondo se escucha un solo grito, Cali, Cali, Cali. ¿Qué esperar del segundo tiempo? El segundo o el tercer gol. Ya te imaginas lo que es salir a la calle después del partido, todos en la cuadra jodiendo porque el Cali nos sacó de la carrera por el título. No saldrás a la calle, no lo soportas, así pasó en el 77. Faltaban veinte minutos para terminar el partido. Millos era campeón con solo empatar. Si perdía y Nacional ganaba en Medellín, adiós estrella. Se jugaba en Armenia, en una cancha que no era más que un potrero alambrado; un mediocampista lanzó un balonazo lento y rastrero desde la media cancha; Biasutto, quién sabe en qué estaba pensado ese arquero argentino come churrascos de mierda, se lanzó como en cámara lenta y el balón le pasó por debajo del cuerpo. Lenta y perezosa, dando salticos, la pelota tocó la red. Era suficiente para condenarte a otro año de infelicidad, burlas en el colegio y humillaciones en la calle. Lloraste como si se te hubiera muerto la vieja. O peor. No saliste a la calle en una semana. Si este año vuelve a pasar, te encerrarás, enzorrado y triste. No querrás escuchar más la radio y no vas a acercarte por la noche al televisor Inelec de 19 pulgadas, en blanco y negro, a ver los goles de la derrota, mientas tu viejo te mira con una sonrisa burlona en la comisura de los labios, a él que no le gusta el fútbol por eso, porque siempre terminas con la cara de zorro amargado. Te lo imaginas, y no sucede nada de eso. Una vez más todo lo que te imaginas no se vuelve realidad, sino solo películas que armas en tu cabeza. A los cuarenta minutos del segundo tiempo, Willington se roba un balón en el medio, pase al área y aparece Jaime Morón, sus largas piernas delgadas, su afro de pescador. Zape se queda quieto, el estadio mudo, Bilardo putea al mundo, y recuerda la pesadilla de la Bombonera. Los locutores caleños no lo quieren aceptar. Dicen que Willington estaba en fuera de lugar. Es una injusticia o un robo contra el mejor equipo del mundo. A cinco minutos del final. Cali lo ha perdido todo. Es 1978. Si no ganaba no peleaba el título. Millos con solo empatar frente a Santa Fe será campeón. Darles la vuelta en su cara; salir y refregarles los trapos, putear los años perdidos, putear al país que se bufaba de Millos. Ponerle la camiseta a la estatua de Bolívar, el Libertador, y a la de Gonzalo Jiménez de Quesada, el Fundador. Esa tarde sales a la calle, les muestras la cara a todos en la cuadra, como diciendo, cuál era la joda. Y a partir de ese momento no paras de imaginar lo que será ese miércoles y de pensar en cómo vas a conseguir lo de la boleta. Sabes que tu madre guarda plata entre tarros viejos de galletas saltinas. No le vas a pedir a tu viejo, porque te la va a negar. No te va a dar plata para ir de fútbol, y menos de noche, y menos un clásico, y menos contra Santa Fe. Él siempre está pensado en que algún día te va a pasar algo por ser tan hincha, y por eso odia el fútbol, porque no quiere perderte por una pelota, por once pelotudos, por una camiseta. No se lo vas a pedir a tu vieja porque ella te dirá que esa plata es para el masato y los tamales de la noche de Navidad. Tus hermanas te ayudarán con algo. Pero no es suficiente. El lunes escuchas en la radio. Las boletas estarán a la venta el martes a las ocho de la mañana en las taquillas del estadio. Todo listo. La ocasión hace al ladrón. Te levantas a las cinco de la mañana. Cogerla durmiendo. Buscas el tarro viejo de galletas Saltinas Noel que ella siempre esconde detrás de otros frascos en la alacena, donde encaleta la plata que va ahorrando de lo que le dejan para el diario. Lo dejas casi vacío. Te justificas. ¿Qué otra felicidad puedes tener en el mundo que ver salir campeón a Millos, jugando contra Santa Fe en El Campín, el rival odiado con el que siempre se juegan esos clásicos llenos de supersticiones, bueno, clásico es una palabra demasiado amplia para esos enfrentamientos entre un grande con once títulos y un chico con seis, pero es que la única misión en la vida, lo único que justifica la existencia de Santa Fe es joder a Millos cuando va adelante, empatarle en el último minuto, y nada más, por eso qué bueno que suceda, que puedas vivir en la cancha la confirmación de la paternidad responsable, cuando lo único rojo que se va a ver en la cancha son los once jugadores contrarios y los suplentes, de resto, todo azul. La única felicidad que vas a tener en el mundo es ver por fin la vuelta olímpica, la copa en lo alto de las manos extendidas de Willington Ortiz. No importa que el mundo se te venga encima, que la desesperación te esté matando, porque no entiendes a esta edad en que deseas todo y no tienes nada, en que sueñas con ser un héroe y terminas siendo un mediocre, con dientes picados y barros reventando en la cara. Incapaz de hablarles a las mujeres, de conseguir novia o una zunga que te desvirgue, y las noches se te van en pajazos con tus actrices favoritas. Si no hay billete para nada y te mueres de las ganas por tener de todo. No importa. Te justificas. Aunque sabes que la vieja se va a emputar, que va a poner su cara de María Félix iracunda, pero no te va a decir nada. Nunca te dice nada. Se da cuenta y no dice nada. No importa, llevas la imagen de su cara en la cabeza, ya no te la vas a poder sacar, la cara de María Félix, si María Félix no hubiera sido la famosa actriz que fue, sino una modesta ama de casa, pobre toda la vida, lavando, planchando y cocinando. Pasas por encima de eso. Madrugas a comprar la boleta entre bolillazos de la ley y chorros de agua fría de los bomberos. Haces la cola durante horas escuchando los temores de los escépticos y los vaticinios de los esperanzados, todas sus angustias, los fantasmas de la derrota, del fracaso, de la vuelta olímpica frustrada, de las cagadas históricas de los jugadores, campeonatos que se han perdido por estupideces de arqueros o en jugadas inminentes de gol que los delanteros estrellaban contra el travesaño o por combinaciones de marcadores que nadie se hubiera atrevido a pronosticar. Quieres que se callen, esos cuchos, que no sigan hablando bobadas. Esta es otra historia. Es 1978. Pero sabes que por tu cabeza pasa la mismo, el mismo culillo de que todo se derrumbe. Solo lo has visto campeón en fotografías o en películas viejas que pasaban los noticieros o escuchando por radio partidos de los que ya no te acuerdas. Te pones a pensar y es como si nunca lo hubieras visto campeón, por no haberlo visto campeón en la cancha. De niño fue tres veces, pero no recuerdas nada. Como no recuerdas nada anterior a Pelé o a Kempes. Antes de los seis años parece que no eras nada, que no hubieras vivido. Tu vida, la memoria de tu vida, la conciencia de tu vida, el primer recuerdo que tienes de ti mismo, es de la tarde que viste por primera vez un partido en televisión, Brasil le ganó cuatro goles a dos a Perú. Antes de Pelé, el vacío y la nada. Como si tú hubieras nacido del televisor, como si hubieras venido a la casa en su caja o entre sus tubos. Apenas en ese momento empieza el mundo para ti. El mundo de las imágenes, de las palabras, de las narraciones. En el 75 las esperanzas se te atragantaron dos fechas antes del final del hexagonal. Otra vez un disparo a treinta metros del arco, un trallazo que se clavó en la esquina adonde no llegan los manos de los porteros. Santa Fe dio la vuelta olímpica dos semanas después, en Barranquilla, y que cuando el equipo llegó al aeropuerto, su felicidad no les dio ni para una caravana detrás del carro de bomberos del Distrito. Compras Altas norte y guardas la boleta en la cartera entre la cédula y la libreta militar. Te pasas la tarde y la noche del martes escuchando todos los programas deportivos, de Todelar, de Caracol y RCN. Hacen un recuento de los títulos pasados. Repiten las narraciones de los goles de esa campaña. Esperas el momento de escuchar a Hernán Peláez, el único comentarista al que le crees. Millos tiene todo para ganar, dice. Depende de sí mismo. Ya está. Te acuestas y no duermes. Imaginas, atajadas, yerros garrafales, penales que el árbitro no ve, jugadas de gol mal anuladas, y de nuevo, la cara de María Félix, infeliz, la sonrisa de tu viejo al fondo de las comisuras de los labios, en la cuadra esperando que Millos la cague esa noche y no pueda dar la vuelta olímpica. Quieren verte regresar con el culo entre las piernas y la cara llena de amargura. Te esperarán en la tienda de la esquina, cuando te bajes del bus de la derrota. Se te reirán en la cara y saldrás corriendo, porque no tienes güevas para darte golpes contra todos. No duermes. Te levantas mal, amargado por los presagios. Miras la primera página de El Tiempo, que tu viejo ha dejado en la mesa del comedor, una nota muy pequeña para el partido de esa noche. Todos en ese periódico son santafereños, y en la radio todos del Once Caldas, del Cali o de Nacional. No quieres desayunar frente a tu madre, pero es ella la que te hace el desayuno, te prepara un huevo, chocolate y te da un pan rollo. Te mira, ella sabe que le tumbaste la plata. No dice nada. Te dirá algo si la cagas por otra cosa, si llegas tarde, borracho o enmarihuanado. Si es así, te sacará todas las cagadas en línea. Nada más. Por ahora su cara de María Félix no está brava, sino triste. Tu vieja siempre está triste por las mañanas, cuando le toca hacer desayunos, barrer, limpiar, lavar. Por la tarde se escapará unas horas a ver vitrinas y se le pasará algo la tristeza. No la besas al salir. Te da vergüenza. Te parece muy ruin besarla, sabiendo que la has tumbado. Sales de la casa para no volver más ese día. Tienes que estar en el estadio lo más temprano posible. En la radio han dicho que ya hay hinchas haciendo la fila. A las doce abren las puertas del estadio. Llevas la camiseta debajo de dos buzos gruesos, por lo que pueda pasar. No te gusta ir mostrándola por esas calles de casas amontonadas unas sobre otras, que siempre parecen a medio hacer. No te interesa presumir de barrista atorrante. Quieres sentirla pegada a la piel y que te proteja del frío de esa noche de diciembre. Pero en el bus no dejas de pensar en la vieja y en cómo su nariz se parece a la de María Félix, morena, delgada, huesudita, y en sus ojos poseídos por la furia. La misma cara de María Félix cuando se emputaba en las películas, solo que María Félix era una estrella de cine y tu vieja solo estrenaba un vestido en Navidad o cuando un pariente se moría. Pero la cara era la misma, solo que la belleza de tu vieja había sido aplastada por la ira y la pobreza. La habías visto en fotos a los quince o veinte años; iguales, la misma belleza salvaje y retadora. A tu vieja solo le quedaba la furia. Y con esa furia te esperará esa noche. Pasas por encima de ella, de todo. A medida que te acercas al estadio, imaginas, ves la cancha, el único lugar en el mundo donde te sientes menos miserable, pero más solo: el único lugar en la ciudad capaz de convertirte en otro, pero un partido dura tan poco; dos horas, nada más, y después, largas y tediosas trasnochadas esperando de nuevo ese momento. Quieres ya estar en el estadio, miras pasar las calles y las gradas grises del Nemesio Camacho no aparecen. El bus va lento. En cada esquina se suben más pasajeros que quedan colgando de las puertas. Imaginas en algún momento la lluvia de papelitos celestes y blancos cayendo del cielo a la cancha de El Campín, como la tarde de junio de ese año en que Argentina fue campeón mundial en el monumental de River Plate. Quieres que ya sean las ocho de la noche, ver el estadio lleno de globos, los cantos que recuerdan todos los títulos, lo voladores estallando y toda la pólvora junta y los rollos de papel de las sumadoras de oficina que se desenrollan en el aire y caen a la pista atlética para anunciar que los once titulares corren hacia el centro de la cancha, que levantan las manos hacia todas las tribunas. El himno nacional cantado con ganas y nervio. El árbitro que da el pitazo inicial. No quieres. Por superstición no quieres, pero terminas imaginando el partido. Sabes que si imaginas no va a ser así. Pero pasa de todo por tu cabeza. La celebración, la vuelta olímpica, la caravana, los tropeles callejeros, la cara de tu vieja, el temor de tu viejo que te ve cayendo en una esquina en las manos de las hinchas rivales. No lo quieres. Pero imaginas que Millos sale con todo, desde el primer minuto. Tito Onega pisa el balón en el centro, con dos giros de su cuerpo saca del camino a dos mediocampistas de Santa Fe. Levanta su calva cabeza de secretario de notaría y lanza pases al vacío, donde Willington –veloz, hábil, incansable, talentoso, regateador– llega hasta la raya final y centra, buscando a Irigoyen o a Morón. Ya va llegar. Otro genialidad de Onega en la mitad, un túnel corto, que saca del camino a su marcador. Willington ya sabe lo que tiene que hacer. Llega hasta el borde del área, Con el solo freno se saca al marcador de punta. Lanza un globito al centro del área. Irigoyen se levanta y clava el balón en el ángulo inferior derecho. Diez minutos de partido y ya Millos gana uno a cero. Y el equipo no para de atacar. Segovia se proyecta por la derecha, hace una pared con Ortiz, que se la toca a Onega, que en una fracción de segundo filtra ese balón al área, para que pase entre los dos defensas centrales que se quedan estáticos y estupefactos ante la veloz aparición de Morón, que solo tiene que tocarla suave, al palo derecho, donde el arquero ni se lanza. Veinte minutos y ya el estadio entero empieza a corear: “Y ya lo ven y ya lo ven, somos campeones otra vez”. Qué importa que falte casi todo el partido y que el rival se venga encima con su garra de siempre, apretando los dientes, lanzándose al piso, poniendo solo corazón y nada de fútbol. Luis Jerónimo detiene un balón imposible sobre la raya, pero en lugar de quedarse tirado, quemando tiempo sobre la grama, se levanta de inmediato y patea un pase de cincuenta metros, al que solo puede llegar Jaime Morón, que corre solitario hacia el área y se la centra a Willington; apoteosis del deseo, éxtasis que solo se vive una vez en la vida, driblando al arquero y anotando el tres a cero. Ni en el sueño más disparatado podía existir tanta contundencia junta. Ni en el más hermoso sueño, la felicidad podía estar tan cerca, ser tan rotunda e inquebrantable. De ahí en adelante la cuenta regresiva. Cuánto falta para que se acabe. Cuánto falta para que los demás se escondan entre las cobijas. Para que entierren sus cuentos sobre maldiciones y fatalidades. Las fogatas que se encienden en todas las tribunas, y, por fin, cincuenta mil gritos delirantes, las mallas viniéndose abajo y todo el mundo corriendo hacia la cancha… Imaginas. No te cansas de imaginar, pero de un momento a otro te das cuenta de algo absurdo. Que el tiempo no pasa. Que todo se ha detenido. Los relojes. El bus. Es como si el bus no fuera para ningún lado. Nadie se baja, todos los pasajeros siguen apretujados, durmiendo en las sillas o colgando de las puertas. Tienes la sensación horrible de que ya no hay partido. Que esa noche ya no habrá vuelta olímpica. Quieres salir de ese bus, pero no puedes. Nadie se mueve. Todos los pasajeros te han bloqueado. No importa. Te paras, empujas a todos. Tratas de apartarlos, pero parecen bultos inamovibles. Pateas. Gritas. Maldices. Siempre habrá algo que te aparte de la felicidad. Y ahí te quedas. Para siempre. Sin. Hasta que te despiertas de nuevo. Digo te despiertas, pero debería más bien decir, te levantas, sabiendo que el día por fin ha llegado.

1978 es un cuento que hace parte del libro TIRO LIBRE ganador del Concurso de Cuento de la Cámara de Comercio de Medellín, 2013. 




lunes, 14 de diciembre de 2009

El club de los eternos perdedores

Llevan 35 años quejándose, echándole la culpa a los árbitros, al calendario, al Gacha, al árbitro que dicen que les robó un clásico hace 21 años y parece que el tiempo no hubiera pasado. Lee uno sus blogs después del contundente 4 a 1 que les propinó el Huila y siguen destilando acusaciones contra todo, que el balón que Giovanny Moreno se llevó con el brazo y el miope árbitro no quiso ver, que las expulsiones por justos reclamos cuando el pito se inclinaba más a favor de otros, todo conspira contra Santa Fe, los astros, los medios, el clima, Santa Fe es el pobre huerfanito, la madre desvalida, el pobre Lara que escupe para arriba y Julio que no lo ataja, pero no es sino que ganen algo y no dejan dormir con su pitadera por la 30, y salen los Yamid Amat a hacer especiales de una hora en CM& entrevistando a uno de los peores arqueros que han pisado el Campín y que tuvo la chiripa de taparle un tiro penal al Pasto triste y descendido, los Samper Pizano a escribir columnas ridículas en Fútbol Total, los Eduardo Arias a decir que son el Arsenal o el Barza, los Pardo, a hacer demagogia Roja en los medios de comunicación y a llorar de alegría y a decir que su equipo es la fuerza de un pueblo (¿pueblo los del Gimnasio Moderno?) cuando no pudieron ni llenar el estadio en los cuadrangulares ¿cuál pueblo? ¿cuál fuerza? Este año tuvieron todo para campeonar, la plata de quién sabe quién, los refuerzos, el punto invisible, el calendario, los medios que ya los llamaban bicampeones y no pudieron ganarle al Tolima ni al Huila ni al Nacional, se quedaron con la bandera más grande del mundo y el equipo más quejumbroso y perdedor del país.

jueves, 6 de agosto de 2009

Gracias Arnoldo Iguarán


Gracias, guajaro

Gracias, guajiro

Gracias, Arnoldo

Gracias, Iguarán

Gracias, crak

Gracias, goleador

Gracias, artillero

Gracias por la velocidad, por el regateo, por la fuerza, por encarar

Gracias por definir con las dos piernas, con la cabeza, en movimiento, de espaldas al arco.

Gracias por llevar la sangre azul

Gracias por sudar la camiseta embajadora

Gracias por seguir siendo fiel a la hinchada

Gracias por los goles con los que hiciste estallar el Campín

Gracias por los goles con los que hiciste enmudecer el Atanasio,

Gracias por crucificar a Higuita

Gracias por los goles contra Paraguay, contra Brasil

Gracias por los 25 goles que hiciste con la selección Colombia y por ser su máximo goleador en toda la historia,

Gracias a Riohacha

Gracias a la Guajira

Gracias por ser campeón en 1987

Gracias por ser campeón en 1988

Gracias18 de enero de 1957

Gracias por ser el goleador de la Copa América Argentina -1987 y de la Copa Libertadores de América -1988.

Gracias 7 de agosto de 2009

Arnoldo Iguarán, por siempre el goleador de Millos y de Colombia, por siempre en la gloria, en el cielo azul pintado de estrellas

Gracias por estos goles







lunes, 13 de julio de 2009

Los puritanos del Barcelona

Hay una legión de aburridos hinchas del fútbol del Barcelona que ahora se escandalizan porque el Real Madrid se gastó en una semana 225 millones de dólares para contratar a Kaka y Cristiano Ronaldo, como si esa plata saliera de los bolsillos de los contribuyentes.

Salen a decir, como posando de humanistas y socialistas, que con esa plata se hubiera podido curar el hambre que azota al mundo subdesarrollado o el desempleo que golpea a Europa.

Nada más estúpido y oportunista. ¿Dónde estaban estos demócratas del dinero ajeno cuando el Barcelona compró a Ronaldinho, Romario, Maradona o Figo?

Nada tendría de malo si tal estupidez no traspasara las fronteras de los xenófobos azulgranas. Pero resulta que hay estúpidos que repiten el estribillo en toda España, incluso aquí en Colombia, donde mucho desprevenido se autoproclama culé, como si uno pudiera ser hincha de un equipo que no ha visto jugar jamás en la vida, en vivo.

¿Qué tiene de malo gastarse 225 millones de dólares en los pases de dos jugadores que reportarán al club una cifra superior en ganancias por la vía del mercadeo? Desde el punto de vista del negocio nada. Desde el punto de vista de la ética menos, y mucho menos de la responsabilidad social. El Real, como el Barca, es una empresa privada, que como todas las empresas privadas del mundo, hace con su plata lo que le viene en gana. Sin importarle que los niños del Chocó se mueran de hambre o que haya desempleados en las calles de Madrid. ¿Por qué estos puritanos del barca no hacen el mismo escándalo cuando otros multimillonarios del mundo se gastan sus ganancias en yates, modelos, joyas, mansiones? ¿Por qué no hacen escándalo cuando, sin ningún pudor, los banqueros de Colombia anuncian a los cuatro vientos sus ganancias, exponencialmente más altas que las de DMG?

Lo verdaderamente grosero de este asunto es que el Madrid se haya gastado ese dineral para comprar a Cristiano Ronaldo, el hombre que juega para sí mismo, el modelo deportivo que se viste con la ropa de un futbolista sólo para dar patadas a un balón con la absoluta seguridad de que una cámara lo está tomando. El narciso más grande e inoperante del mundo del balón. El Madrid se llenará de dinero, pero no de títulos.