1978
Te despiertas sabiendo que por fin el
día ha llegado. Digo te despiertas, pero debería más bien decir, te levantas de
la cama, porque apenas si has podido dormir. Las horas se ten han ido
imaginando quién va a hacer el primer gol; si va a ser un cabezazo, un tiro
libre, o un balón que alguien rescata al borde del área. Sin quererlo, también
has imaginado catástrofes, temores de perder el título que reaparecen a cada
instante sin que nadie los llame. Pesadillas insidiosas que tratas de ahuyentar,
imaginando qué sentirás en el momento preciso en que el árbitro levante las
manos y señale el centro del campo. Saltarás como loco en la tribuna, te
abrazarás con desconocidos, te apretarán contra la malla, saltarás la barrera
policial y te meterás a la cancha. No lo sabes. Pensarás en la vieja que estará
escuchando el partido o en tu viejo que odia el fútbol pero que te regaló la
camiseta. Creerás que tienes novia, que está a tu lado, que te abraza, y luego
dará contigo la vuelta olímpica y te acompañará a la caravana triunfal por toda
la Séptima. O sabrás que 1978 es un año para llevar en la memoria. Un año en el
que te estrellaste contra el mundo, en el que acabaste de darte cuenta de que
no vivías en Disneylandia y que tu familia no era la familia Ingalls. El año de
los goles de Kempes en el mundial. El de los pajazos. De enamorarse de mujeres
que no existen, de actrices que ves en las películas, María Schneider,
Nastassja Kinski, Diane Keaton, Ángela Molina. De mirar pasar a las vecinas sin
decirles nada, pero queriendo comérselas a todas, de escribir ridículos poemas
en clase a las compañeras de los cursos superiores, o del nocturno, las que
según tus compinches, ya han comido de sal y ya saben por dónde. 1978. La vida se
llena de cosas que no entiendes. ¿Qué putas quiere decir esto?, te preguntas a
cada momento. Y para completar, Millos se la pasa todo el año en los últimos
lugares de la tabla y al final entra de chepa a los cuadrangulares y de ahí en
adelante todo empieza a marchar. El domingo pasado has escuchado en la radio el
partido que jugó contra el Deportivo Cali en el Pascual Guerrero. Jugar en Cali
siempre ha sido un infierno. ¿Qué puede imaginar uno cuando tiene que enfrentar
al subcampeón de la Copa Libertadores de América en su estadio? Repasas la
alineación y te quedas mudo. Que banda tienen, y la dirige Carlos Salvador
Bilardo; sus equipos son impenetrables, desquiciantes, traicioneros, acribillan
en el momento menos pensado. Te pones a escuchar el partido sabiendo que es un
acto absurdo, que el único sentido que tiene es saber en qué momento el Cali va
a anotar el primero, y lo anota, antes del final del primer tiempo, y los
locutores caleños se orinan de la felicidad y al fondo se escucha un solo
grito, Cali, Cali, Cali. ¿Qué esperar del segundo tiempo? El segundo o el
tercer gol. Ya te imaginas lo que es salir a la calle después del partido,
todos en la cuadra jodiendo porque el Cali nos sacó de la carrera por el
título. No saldrás a la calle, no lo soportas, así pasó en el 77. Faltaban
veinte minutos para terminar el partido. Millos era campeón con solo empatar.
Si perdía y Nacional ganaba en Medellín, adiós estrella. Se jugaba en Armenia,
en una cancha que no era más que un potrero alambrado; un mediocampista lanzó
un balonazo lento y rastrero desde la media cancha; Biasutto, quién sabe en qué
estaba pensado ese arquero argentino come churrascos de mierda, se lanzó como
en cámara lenta y el balón le pasó por debajo del cuerpo. Lenta y perezosa,
dando salticos, la pelota tocó la red. Era suficiente para condenarte a otro
año de infelicidad, burlas en el colegio y humillaciones en la calle. Lloraste
como si se te hubiera muerto la vieja. O peor. No saliste a la calle en una
semana. Si este año vuelve a pasar, te encerrarás, enzorrado y triste. No
querrás escuchar más la radio y no vas a acercarte por la noche al televisor
Inelec de 19 pulgadas, en blanco y negro, a ver los goles de la derrota,
mientas tu viejo te mira con una sonrisa burlona en la comisura de los labios,
a él que no le gusta el fútbol por eso, porque siempre terminas con la cara de
zorro amargado. Te lo imaginas, y no sucede nada de eso. Una vez más todo lo
que te imaginas no se vuelve realidad, sino solo películas que armas en tu
cabeza. A los cuarenta minutos del segundo tiempo, Willington se roba un balón
en el medio, pase al área y aparece Jaime Morón, sus largas piernas delgadas,
su afro de pescador. Zape se queda quieto, el estadio mudo, Bilardo putea al
mundo, y recuerda la pesadilla de la Bombonera. Los locutores caleños no lo
quieren aceptar. Dicen que Willington estaba en fuera de lugar. Es una
injusticia o un robo contra el mejor equipo del mundo. A cinco minutos del
final. Cali lo ha perdido todo. Es 1978. Si no ganaba no peleaba el título.
Millos con solo empatar frente a Santa Fe será campeón. Darles la vuelta en su
cara; salir y refregarles los trapos, putear los años perdidos, putear al país
que se bufaba de Millos. Ponerle la camiseta a la estatua de Bolívar, el
Libertador, y a la de Gonzalo Jiménez de Quesada, el Fundador. Esa tarde sales
a la calle, les muestras la cara a todos en la cuadra, como diciendo, cuál era
la joda. Y a partir de ese momento no paras de imaginar lo que será ese
miércoles y de pensar en cómo vas a conseguir lo de la boleta. Sabes que tu
madre guarda plata entre tarros viejos de galletas saltinas. No le vas a pedir
a tu viejo, porque te la va a negar. No te va a dar plata para ir de fútbol, y
menos de noche, y menos un clásico, y menos contra Santa Fe. Él siempre está
pensado en que algún día te va a pasar algo por ser tan hincha, y por eso odia
el fútbol, porque no quiere perderte por una pelota, por once pelotudos, por
una camiseta. No se lo vas a pedir a tu vieja porque ella te dirá que esa plata
es para el masato y los tamales de la noche de Navidad. Tus hermanas te
ayudarán con algo. Pero no es suficiente. El lunes escuchas en la radio. Las
boletas estarán a la venta el martes a las ocho de la mañana en las taquillas
del estadio. Todo listo. La ocasión hace al ladrón. Te levantas a las cinco de
la mañana. Cogerla durmiendo. Buscas el tarro viejo de galletas Saltinas Noel que
ella siempre esconde detrás de otros frascos en la alacena, donde encaleta la
plata que va ahorrando de lo que le dejan para el diario. Lo dejas casi vacío.
Te justificas. ¿Qué otra felicidad puedes tener en el mundo que ver salir
campeón a Millos, jugando contra Santa Fe en El Campín, el rival odiado con el
que siempre se juegan esos clásicos llenos de supersticiones, bueno, clásico es una palabra demasiado amplia
para esos enfrentamientos entre un grande con once títulos y un chico con seis,
pero es que la única misión en la vida, lo único que justifica la existencia de
Santa Fe es joder a Millos cuando va adelante, empatarle en el último minuto, y
nada más, por eso qué bueno que suceda, que puedas vivir en la cancha la
confirmación de la paternidad responsable, cuando lo único rojo que se va a ver
en la cancha son los once jugadores contrarios y los suplentes, de resto, todo
azul. La única felicidad que vas a tener en el mundo es ver por fin la vuelta
olímpica, la copa en lo alto de las manos extendidas de Willington Ortiz. No
importa que el mundo se te venga encima, que la desesperación te esté matando,
porque no entiendes a esta edad en que deseas todo y no tienes nada, en que
sueñas con ser un héroe y terminas siendo un mediocre, con dientes picados y
barros reventando en la cara. Incapaz de hablarles a las mujeres, de conseguir
novia o una zunga que te desvirgue, y las noches se te van en pajazos con tus
actrices favoritas. Si no hay billete para nada y te mueres de las ganas por
tener de todo. No importa. Te justificas. Aunque sabes que la vieja se va a
emputar, que va a poner su cara de María Félix iracunda, pero no te va a decir
nada. Nunca te dice nada. Se da cuenta y no dice nada. No importa, llevas la
imagen de su cara en la cabeza, ya no te la vas a poder sacar, la cara de María
Félix, si María Félix no hubiera sido la famosa actriz que fue, sino una
modesta ama de casa, pobre toda la vida, lavando, planchando y cocinando. Pasas
por encima de eso. Madrugas a comprar la boleta entre bolillazos de la ley y
chorros de agua fría de los bomberos. Haces la cola durante horas escuchando
los temores de los escépticos y los vaticinios de los esperanzados, todas sus
angustias, los fantasmas de la derrota, del fracaso, de la vuelta olímpica
frustrada, de las cagadas históricas de los jugadores, campeonatos que se han
perdido por estupideces de arqueros o en jugadas inminentes de gol que los
delanteros estrellaban contra el travesaño o por combinaciones de marcadores
que nadie se hubiera atrevido a pronosticar. Quieres que se callen, esos
cuchos, que no sigan hablando bobadas. Esta es otra historia. Es 1978. Pero
sabes que por tu cabeza pasa la mismo, el mismo culillo de que todo se
derrumbe. Solo lo has visto campeón en fotografías o en películas viejas que
pasaban los noticieros o escuchando por radio partidos de los que ya no te
acuerdas. Te pones a pensar y es como si nunca lo hubieras visto campeón, por
no haberlo visto campeón en la cancha. De niño fue tres veces, pero no
recuerdas nada. Como no recuerdas nada anterior a Pelé o a Kempes. Antes de los
seis años parece que no eras nada, que no hubieras vivido. Tu vida, la memoria
de tu vida, la conciencia de tu vida, el primer recuerdo que tienes de ti
mismo, es de la tarde que viste por primera vez un partido en televisión,
Brasil le ganó cuatro goles a dos a Perú. Antes de Pelé, el vacío y la nada.
Como si tú hubieras nacido del televisor, como si hubieras venido a la casa en
su caja o entre sus tubos. Apenas en ese momento empieza el mundo para ti. El
mundo de las imágenes, de las palabras, de las narraciones. En el 75 las
esperanzas se te atragantaron dos fechas antes del final del hexagonal. Otra
vez un disparo a treinta metros del arco, un trallazo que se clavó en la
esquina adonde no llegan los manos de los porteros. Santa Fe dio la vuelta
olímpica dos semanas después, en Barranquilla, y que cuando el equipo llegó al
aeropuerto, su felicidad no les dio ni para una caravana detrás del carro de
bomberos del Distrito. Compras Altas norte y guardas la boleta en la cartera
entre la cédula y la libreta militar. Te pasas la tarde y la noche del martes
escuchando todos los programas deportivos, de Todelar, de Caracol y RCN. Hacen
un recuento de los títulos pasados. Repiten las narraciones de los goles de esa
campaña. Esperas el momento de escuchar a Hernán Peláez, el único comentarista
al que le crees. Millos tiene todo para ganar, dice. Depende de sí mismo. Ya
está. Te acuestas y no duermes. Imaginas, atajadas, yerros garrafales, penales
que el árbitro no ve, jugadas de gol mal anuladas, y de nuevo, la cara de María
Félix, infeliz, la sonrisa de tu viejo al fondo de las comisuras de los labios,
en la cuadra esperando que Millos la cague esa noche y no pueda dar la vuelta
olímpica. Quieren verte regresar con el culo entre las piernas y la cara llena de
amargura. Te esperarán en la tienda de la esquina, cuando te bajes del bus de
la derrota. Se te reirán en la cara y saldrás corriendo, porque no tienes
güevas para darte golpes contra todos. No duermes. Te levantas mal, amargado
por los presagios. Miras la primera página de El Tiempo, que tu viejo ha dejado en la mesa del comedor, una nota
muy pequeña para el partido de esa noche. Todos en ese periódico son
santafereños, y en la radio todos del Once Caldas, del Cali o de Nacional. No
quieres desayunar frente a tu madre, pero es ella la que te hace el desayuno,
te prepara un huevo, chocolate y te da un pan rollo. Te mira, ella sabe que le
tumbaste la plata. No dice nada. Te dirá algo si la cagas por otra cosa, si
llegas tarde, borracho o enmarihuanado. Si es así, te sacará todas las cagadas
en línea. Nada más. Por ahora su cara de María Félix no está brava, sino
triste. Tu vieja siempre está triste por las mañanas, cuando le toca hacer
desayunos, barrer, limpiar, lavar. Por la tarde se escapará unas horas a ver
vitrinas y se le pasará algo la tristeza. No la besas al salir. Te da
vergüenza. Te parece muy ruin besarla, sabiendo que la has tumbado. Sales de la
casa para no volver más ese día. Tienes que estar en el estadio lo más temprano
posible. En la radio han dicho que ya hay hinchas haciendo la fila. A las doce
abren las puertas del estadio. Llevas la camiseta debajo de dos buzos gruesos,
por lo que pueda pasar. No te gusta ir mostrándola por esas calles de casas
amontonadas unas sobre otras, que siempre parecen a medio hacer. No te interesa
presumir de barrista atorrante. Quieres sentirla pegada a la piel y que te
proteja del frío de esa noche de diciembre. Pero en el bus no dejas de pensar
en la vieja y en cómo su nariz se parece a la de María Félix, morena, delgada,
huesudita, y en sus ojos poseídos por la furia. La misma cara de María Félix
cuando se emputaba en las películas, solo que María Félix era una estrella de
cine y tu vieja solo estrenaba un vestido en Navidad o cuando un pariente se
moría. Pero la cara era la misma, solo que la belleza de tu vieja había sido
aplastada por la ira y la pobreza. La habías visto en fotos a los quince o
veinte años; iguales, la misma belleza salvaje y retadora. A tu vieja solo le
quedaba la furia. Y con esa furia te esperará esa noche. Pasas por encima de
ella, de todo. A medida que te acercas al estadio, imaginas, ves la cancha, el
único lugar en el mundo donde te sientes menos miserable, pero más solo: el
único lugar en la ciudad capaz de convertirte en otro, pero un partido dura tan
poco; dos horas, nada más, y después, largas y tediosas trasnochadas esperando
de nuevo ese momento. Quieres ya estar en el estadio, miras pasar las calles y
las gradas grises del Nemesio Camacho no aparecen. El bus va lento. En cada
esquina se suben más pasajeros que quedan colgando de las puertas. Imaginas en
algún momento la lluvia de papelitos celestes y blancos cayendo del cielo a la
cancha de El Campín, como la tarde de junio de ese año en que Argentina fue
campeón mundial en el monumental de River Plate. Quieres que ya sean las ocho
de la noche, ver el estadio lleno de globos, los cantos que recuerdan todos los
títulos, lo voladores estallando y toda la pólvora junta y los rollos de papel
de las sumadoras de oficina que se desenrollan en el aire y caen a la pista
atlética para anunciar que los once titulares corren hacia el centro de la
cancha, que levantan las manos hacia todas las tribunas. El himno nacional
cantado con ganas y nervio. El árbitro que da el pitazo inicial. No quieres.
Por superstición no quieres, pero terminas imaginando el partido. Sabes que si
imaginas no va a ser así. Pero pasa de todo por tu cabeza. La celebración, la
vuelta olímpica, la caravana, los tropeles callejeros, la cara de tu vieja, el
temor de tu viejo que te ve cayendo en una esquina en las manos de las hinchas
rivales. No lo quieres. Pero imaginas que Millos sale con todo, desde el primer
minuto. Tito Onega pisa el balón en el centro, con dos giros de su cuerpo saca
del camino a dos mediocampistas de Santa Fe. Levanta su calva cabeza de
secretario de notaría y lanza pases al vacío, donde Willington –veloz, hábil,
incansable, talentoso, regateador– llega hasta la raya final y centra, buscando
a Irigoyen o a Morón. Ya va llegar. Otro genialidad de Onega en la mitad, un
túnel corto, que saca del camino a su marcador. Willington ya sabe lo que tiene
que hacer. Llega hasta el borde del área, Con el solo freno se saca al marcador
de punta. Lanza un globito al centro del área. Irigoyen se levanta y clava el
balón en el ángulo inferior derecho. Diez minutos de partido y ya Millos gana
uno a cero. Y el equipo no para de atacar. Segovia se proyecta por la derecha,
hace una pared con Ortiz, que se la toca a Onega, que en una fracción de
segundo filtra ese balón al área, para que pase entre los dos defensas
centrales que se quedan estáticos y estupefactos ante la veloz aparición de
Morón, que solo tiene que tocarla suave, al palo derecho, donde el arquero ni
se lanza. Veinte minutos y ya el estadio entero empieza a corear: “Y ya lo ven
y ya lo ven, somos campeones otra vez”. Qué importa que falte casi todo el
partido y que el rival se venga encima con su garra de siempre, apretando los
dientes, lanzándose al piso, poniendo solo corazón y nada de fútbol. Luis
Jerónimo detiene un balón imposible sobre la raya, pero en lugar de quedarse
tirado, quemando tiempo sobre la grama, se levanta de inmediato y patea un pase
de cincuenta metros, al que solo puede llegar Jaime Morón, que corre solitario
hacia el área y se la centra a Willington; apoteosis del deseo, éxtasis que solo
se vive una vez en la vida, driblando al arquero y anotando el tres a cero. Ni
en el sueño más disparatado podía existir tanta contundencia junta. Ni en el
más hermoso sueño, la felicidad podía estar tan cerca, ser tan rotunda e
inquebrantable. De ahí en adelante la cuenta regresiva. Cuánto falta para que
se acabe. Cuánto falta para que los demás se escondan entre las cobijas. Para
que entierren sus cuentos sobre maldiciones y fatalidades. Las fogatas que se
encienden en todas las tribunas, y, por fin, cincuenta mil gritos delirantes,
las mallas viniéndose abajo y todo el mundo corriendo hacia la cancha… Imaginas.
No te cansas de imaginar, pero de un momento a otro te das cuenta de algo
absurdo. Que el tiempo no pasa. Que todo se ha detenido. Los relojes. El bus.
Es como si el bus no fuera para ningún lado. Nadie se baja, todos los pasajeros
siguen apretujados, durmiendo en las sillas o colgando de las puertas. Tienes
la sensación horrible de que ya no hay partido. Que esa noche ya no habrá vuelta
olímpica. Quieres salir de ese bus, pero no puedes. Nadie se mueve. Todos los
pasajeros te han bloqueado. No importa. Te paras, empujas a todos. Tratas de
apartarlos, pero parecen bultos inamovibles. Pateas. Gritas. Maldices. Siempre
habrá algo que te aparte de la felicidad. Y ahí te quedas. Para siempre. Sin.
Hasta que te despiertas de nuevo. Digo te despiertas, pero debería más bien
decir, te levantas, sabiendo que el día por fin ha llegado.
1978 es un cuento que hace parte del libro TIRO LIBRE ganador del Concurso de Cuento de la Cámara de Comercio de Medellín, 2013.